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Normalización democrática y vertebración política
El 3 de abril de 1979, tras el refrendo de la ciudadanía de la Constitución de 1978 se celebran las primeras elecciones municipales, que abrieron el camino de la normalidad democrática en España y de la vertebración política de la sociedad española. — Provincias y ayuntamientos
- Época: Reinado Isabel II
- Inicio: Año 1833
- Fin: Año 1868
- Antecedente: Poder, política y políticos
- (C) Germán Rueda
Frente a la administración local del Antiguo Régimen, caracterizada por su falta de uniformidad y cierta confusión de poderes, el Estado liberal intentó la unidad administrativa y la división de poderes.
La nueva división provincial fue realizada en 1833 por Javier de Burgos. Los territorios provinciales se basaron en unidades históricas, corregidas por circunstancias geográficas, extensión, población y riqueza. España se organizó en 49 provincias con el nombre de sus respectivas capitales. Hubo seis excepciones: los archipiélagos, Navarra, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, que conservaron su denominación antigua y sus antiguos límites debido, sobre todo, al criterio histórico que primó. Al frente de cada provincia se colocó el Subdelegado de Fomento (posteriormente denominado Jefe Político y Gobernador Civil desde diciembre de 1849) que representaba al gobierno de la nación. La Diputación era el órgano de gobierno de la provincia. En 1834 las provincias se dividieron en partidos judiciales.
Aunque este fue el esquema general, en cada período político, según estuvieran en el poder progresistas, moderados, Unión Liberal, varió la interpretación sobre quiénes deberían elegir a los representantes de cada poder y las competencias de las instituciones. El régimen común tuvo algunas excepciones, como las provincias forales, especialmente Navarra después de la Ley de 1841.
El modelo progresista de 1810-1813 se reformó en 1842 y 1856, pero apenas estuvo en vigor. Era partidario de una cierta descentralización provincial. A pesar de que el Gobernador era un delegado del Gobierno, la Diputación ejercía un cierto control. Así, en 1841, bajo la Regencia de Espartero, estuvo vigente la instrucción de febrero de 1823. El Jefe Político presidía con voto la Diputación Provincial, que tenía competencias propias (obras públicas provinciales, fomento de agricultura, industria y comercio, etc.) y ejercía tutela sobre ayuntamientos en aspectos como la revisión de los presupuestos anuales, los repartimientos contributivos, propios, pósitos, abastos, etc.
El moderantismo formuló de manera más clara sus propuestas en 1845. El Gobernador, como en el caso anterior, era un delegado gubernamental. La Diputación tenía una función más consultiva. En el período moderado, de acuerdo con la Ley de 1 de enero de 1845, la Diputación Provincial era presidida por el Jefe Político, que se reservaba más atribuciones que en el período progresista. El número de miembros de la Diputación variaba en función de los partidos judiciales. Los electores eran los mismos que elegían los diputados a Cortes. En 1849 el Gobernador sumó las funciones del Intendente.
El triunfo de los progresistas en 1854 supuso la vuelta a la legislación de 1823 y el restablecimiento de las diputaciones de 1843 que veían aumentadas sus facultades administrativas en la provincia. Los gobiernos de O'Donnell y Narváez, en 1856, reproducían el modelo moderado de 1845 que, con ligeras reformas, se mantuvo hasta la revolución de 1868.
La administración provincial se fue organizando lentamente en las décadas que corresponden al reinado de Isabel II. El escaso número (no llegaban a 5.000) de funcionarios que contaban todas juntas en 1860 prueba esta afirmación.
En cada provincia el Estado tenía una administración civil presidida por el gobernador. Por el número de funcionarios destacaba el ministerio de Hacienda (administradores, comisionados del Tesoro, inspectores y recaudadores con los auxiliares necesarios). De manera creciente se fueron estableciendo dependencias de los ministerios de Gobernación y Fomento. El número de funcionarios del Estado que trabajaban en las provincias en torno a 1860, según el Censo, era de unos 26.000, a los que habría que sumar los 5.000 de Madrid ya citados. La distribución era desigual. Las provincias que menos tienen son Álava (117), Navarra (163) y Vizcaya (170); las que más La Coruña (1.314), Valencia (1.534), Barcelona (1.127) y Cádiz (1.278). Provincias medias podían ser, por ejemplo, Zamora (411) y Guadalajara (769). La larga mano del Estado era mucho más corta e ineficaz de lo que se podría pensar. En todo caso, en el período que corresponde al reinado de Isabel II, debido al proceso de centralización y racionalización administrativa todo nos lleva a pensar en el aumento de la presencia del Estado y la creciente profesionalización de los funcionarios. Si al principio de siglo (en 1797), los funcionarios de todas las administraciones no llegaban a 30.000, eran 60.000 en torno a 1860 y superaban los 90.000 en 1877.
El ministerio de Gracia y Justicia, por su propia idiosincrasia, estaba organizado a través del sistema de tribunales en las capitales de provincia y en las localidades que eran cabecera de partido judicial, aunque también contaba con delegados provinciales en lo que se refería a los asuntos eclesiásticos.
En el último escalón estaba el municipio. El modelo electivo surgido de las Cortes de Cádiz, sufragio universal en segundo grado, fue útil para el derrocamiento del Antiguo Régimen. Pasada esta fase, los liberales, tanto moderados como progresistas, se pusieron de acuerdo en 1834 para introducir la adopción de la base electiva directa al tiempo que restringían radicalmente el número de electores a través del sufragio censitario.
El modelo moderado se basaba en la administración pública napoleónica, el doctrinarismo francés, que adaptó para España una escuela de juristas próximos a los moderados. Su máxima, recogida del administrativista A. Oliván, era que “sin administración subordinada no hay gobierno”. La modernización del país se transmitiría desde el gobierno hasta el último pueblo. ¿Será conveniente, se pregunta en el preámbulo del proyecto de ley municipal de 1838, que el impulso reformista encuentre los mayores obstáculos cuando llegue al último eslabón?
El ideal era una administración racional y eficiente en la que, cuando hubiera contraposición de intereses, prevalecieran los públicos sobre los privados y los nacionales sobre los locales. La figura clave era el alcalde. Era, ante todo, un representante del Gobierno por línea jerárquica desde la Corona a través de los jefes políticos o gobernadores. El gobierno podía reforzar su poder nombrando un alcalde corregidor para sustituir al ordinario.
Los ayuntamientos, formados por los concejales electos entre los que el gobierno designaba alcalde sin tener en cuenta el número de votos obtenidos, tenían una función consultiva. Como observa Concepción de Castro (1979), resulta sintomático cómo las leyes moderadas limitaron el número de sesiones municipales. La reelección podía ser indefinida. Las autoridades locales se integraban en la burocracia estatal y quedaban sustraídos de la justicia ordinaria en el ejercicio de sus funciones.
El alcalde, cualquier concejal o el ayuntamiento en pleno, podían ser suspendidos gubernativamente por motivos que la ley nunca especificaba. El sufragio censatario de los moderados tendía a restringir el voto a los mayores contribuyentes de cada localidad. Las reclamaciones electorales no las resolvía el poder judicial, sino el gobernador o jefe político. Los progresistas hicieron de la elección de alcaldes una de sus banderas en los procesos revolucionarios de 1840, 1854 y 1868. Coincidían con los moderados en la subordinación de las autoridades locales al gobierno central. Las diferencias entre ambos partidos eran de grado, especialmente a partir de 1856. El alcalde concentraba la autoridad ejecutiva de cada municipio, pero conservaba su origen netamente electivo.
Con relación a los moderados, los ayuntamientos tenían más aspectos en los que eran autónomos respecto al gobernador. En principio, se prohibía la reelección, aunque la admiten (con vacancia de un año) a partir de 1856. Los funcionarios o cargos electivos respondían ante la justicia ordinaria en delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones. La posibilidad de suspensión gubernativa del ayuntamiento o cualquiera de los concejales se legislaba concretando las causas y circunstancias para evitar la arbitrariedad. Los progresistas ampliaron notablemente el concepto de clases medias. Excluyeron sólo a quienes dependían de un jornal, pero renunciaron al voto universal. Las reclamaciones electorales serían resueltas por los jueces. El modelo moderado estuvo vigente casi todo el reinado de Isabel II, salvo los períodos de 1840 a 1843 y 1854 a 1856. Desde 1856 rige de nuevo, sin interrupción, hasta 1868, al asumirlo la Unión Liberal con ligeras variaciones introducidas por Posada Herrera. Como la legislación moderada apenas cambió y los alcaldes seguían siendo gubernamentales, la alternancia entre unionistas y moderados, entre 1856 y 1868, deterioró las estructuras caciquiles. El modelo moderado, adecuado al gobierno de un solo partido, no lo fue para dos partidos próximos pero rivales y sin pacto previo. Los caciques locales dividieron sus fuerzas, lo que benefició a progresistas, demócratas y carlistas, que obtuvieron mayoría en muchos consistorios municipales en los años sesenta.
El número de funciones y funcionarios de los ayuntamientos crecía año tras año. La administración municipal contaba en 1860 con 30.602 funcionarios que tenían esta actividad como principal, más otros muchos miles que realizaban trabajos para los ayuntamientos. Sin embargo, los fondos de muchos municipios, especialmente los rurales, sufrieron un recorte al desamortizarse los bienes de propios, lo que les hizo depender aún más del gobierno.
El mundo de la política local, comarcal o provincial tuvo cierta vitalidad. Aunque en ella estaban inmersos unos pocos ciudadanos, mayor o menor en número según fuese mayor o menor el censo electoral (entre el 0,15 o el 7%), tuvo una actividad real. Algunos recientes trabajos, como la tesis doctoral de Manuel Estrada para el caso de la comarca de La Liébana que nos demuestra la vitalidad de la política en el valle lebaniego, puede ser un ejemplo de otras muchas zonas del país. Obviamente, la vida política tenía mucha incidencia en el gobierno municipal o, proporcionalmente, en el de la diputación provincial. Sin embargo, había una desconexión casi total con el gobierno del país. Las elecciones para la representación parlamentaria, aunque en ocasiones eran reñidas y reflejaban la tensión política de cada comarca o distrito electoral, carecían de la suficiente representatividad en la medida en que el control de la cámara se llevaba a cabo fundamentalmente desde algunos despachos madrileños. La institución del cunero fue muy frecuente, lo que, unido a otros factores, desvirtuó la acción de la actividad política local que, de ninguna manera, se puede proyectar a nivel nacional.
En todo caso, la imagen de una sociedad desmovilizada debe ser matizada. Tanto en el medio urbano como en el rural, hay un sector de la población, fundamentalmente las clases medias y altas, que en unos u otros momentos formaron parte del censo electoral, que se interesa por los asuntos públicos. Ello no quería decir que pertenecieran a los nacientes partidos políticos. Por una parte, hay que señalar el fenómeno carlista, que merece una consideración específica. Además, a través de las tertulias, más o menos institucionalizadas, ateneos, sociedades económicas, sociedades patrióticas, lectura o participación en los periódicos locales… se intervenía en la opinión pública que acaba confluyendo en las campañas electorales y en la crítica de la vida política. Sin embargo, no hay que olvidar que nos estamos refiriendo a un sector relativamente pequeño de la sociedad. La gran mayoría permanecía ajena a lo que estaba sucediendo y no participaba directamente ni se podía aún considerar una auténtica opinión pública.
Severiano Martínez Anido
El general coruñés cuya familia salvó al padre de Suárez se enfrentó a Franco por la represión
Santiago Romero, A Oponión Coruña
Severiano Martínez Anido comunicó en 1938 a Franco su intención de dimitir por los “excesos” de una “cruenta” represión - El general, ministro de Orden Público en el primer Gobierno franquista, murió meses después tras sufrir una extraña enfermedad, con los mismos síntomas que Cabanellas, otro militar disidente
La muerte de Adolfo Suárez propició estos pasados días una intensa revisión histórica del devenir democrático en España, cuyo debate aún convoca viejos fantasmas. Suárez fue reconocido por los españoles en la muerte, como nunca lo había sido en vida y menos aún en el poder, no solo como el artífice de una ardua democracia sino también como el símbolo de la capacidad para unir a un país que vuelve a transitar por el árido sendero del imposible entendimiento.
Una conmovedora historia personal desvelada por LA OPINIÓN ilustraba ese sentimiento a modo de parábola contra el mito de las dos Españas: el padre republicano de Adolfo Suárez fue salvado del fusilamiento y la ruina por la familia de un general de Franco, el ferrolano Severiano Martínez Anido, un militar que paradójicamente arrastra una leyenda negra de represor implacable. Anido era en los años treinta del pasado siglo el militar con mayor proyección en España, el duro pacificador de una Barcelona en pie de guerra por la violencia anarquista que segó la vida de tres jefes de Gobierno -Cánovas, Canalejas y Dato-, vicepresidente en la dictadura de Primo de Rivera y hombre de máxima confianza de Alfonso XIII, a quien Mola intentó sin conseguirlo poner al frente del golpe del 36, como revela la copia de una carta que el nieto del general, Roberto Martínez Anido, funcionario jubilado en A Coruña, atesora junto con otros documentos que arrojan nueva luz sobre la historia oficial del franquismo.
Fue precisamente un hijo de Severiano Martínez Anido -y padre de Roberto- quien rescató de una ejecución más que probable a Hipólito Suárez, el padre republicano de Adolfo Suárez, a quien el estallido de la Guerra Civil sorprende en zona franquista, donde afrontaba una fatídica acusación que solía acabar en el paredón solo por ser amigo del gran intelectual y ministro republicano Claudio Sánchez Albornoz. Ramiro Martínez Anido, entonces alférez, detalla ese singular episodio en unos diarios escritos durante la Guerra Civil que su familia encontró tras su muerte guardados en un cajón de su domicilio en A Coruña, donde trabajó en Radio Nacional de España. Pero lo que parecía solo un ejemplar episodio de calidad humana, esconde una insospechada revelación histórica que el nieto coruñés del general Severiano Martínez Anido ha decidido ahora desempolvar de un archivo afanosamente reunido durante años y sacar a la luz tras conocerse el episodio del padre de Suárez. Estos documentos dan una nueva perspectiva histórica sobre los primeros pasos del franquismo en la Guerra Civil y hacen hincapié en la desafección de algunos generales, encabezados por el coruñés Martínez Anido, por el Caudillo. Y arrojan sombras sobre la muerte en plena Guerra Civil de dos de ellos, Miguel Cabanellas y el propio Anido.
Roberto Martínez Anido guarda también una copia mecanografiada de un documento tan excepcional como poco conocido, cuyo original se encuentra en el Archivo de Salamanca: la carta que su abuelo, ministro de Orden Público en la retaguardia en el primer gobierno franquista tras el levantamiento militar de 1936, envió a Franco el 28 de junio de 1938. Se trata de un amargo y revelador texto en el que Martínez Anido comunica a Franco su intención de dimitir a causa de los “excesos” de una “cruenta” represión que deplora y que no se detiene ni siquiera ante “personas respetabilísimas”. En una extensa misiva de tres folios, el general coruñés expone a Franco su absoluto desacuerdo con una organización del orden público en la que “los tentáculos del Servicio de Información Militar se extienden hasta el más pequeño rincón de la retaguardia, desacreditando y anulando cada vez que puede la acción de la policía, llegando en su actuación al extremo de detener a personas respetabilísimas, castigar de una manera cruenta a detenidos para lograr declaraciones y otros excesos que dejan en muy mal lugar a la policía, por ser una de sus funciones el evitarlo y garantizar el amparo y respeto de las personas”. “Y como quiera que no existe en mi espíritu la interior satisfacción que señalan nuestra ordenanzas, ni veo manera de arreglo de las normas establecidas para que pueda modificarse esta situación anómala -añade Martínez Anido en la carta a Franco- , le ruego que me releve de mis cometidos”.
“La copia mecanografiada que conservo de esta carta de dimisión de mi abuelo enviada a Franco a mitad de la guerra apareció doblada en muchas partes, dando la impresión de que estuviera escondida entre los papeles que tenía su viuda Irene Rojí en su casa al fallecer”, revela el nieto de Martínez Anido. “Aunque también es cierto que en esa carta y otras se pronuncia en términos encomiásticos y de estricta subordinación hacia Franco”, añade.
La rebelión de Martínez Anido no se limitó a la carta. El general ferrolano presionó al gobierno italiano para que retirara el apoyo a Franco, lo que supuso para éste un bofetón que nunca perdonaría. Pocos meses después, el 24 de diciembre de 1938, el general coruñés moría tras haber sufrido en julio episodios de una extraña enfermedad que guardaba síntomas muy similares a la dolencia sufrida por otro general opuesto a Franco, Miguel Cabanellas, quien murió en mayo de 1938, dos meses antes de la indisposición de Anido. Tras la muerte de Martínez Anido, Franco suprimió la incómoda cartera ministerial de Orden Público, área que integró con Interior en el nuevo ministerio de Gobernación bajo control de su cuñado Serrano Súñer, entonces en imparable ascenso por sus estrechas relaciones con los jerarcas nazis en Alemania en los prolegómenos de la II Guerra Mundial.
Ramiro Martínez Anido, el hijo del general que salvó al padre de Suárez, cuenta en una carta a su mujer cómo se detectaron los síntomas de la extraña enfermedad del entonces ministro de Franco. “Mi abuelo estaba en la localidad malagueña de Colmenar cuando comenzó a ahogarse y fue atendido por unos médicos. 'Tiene los mismos síntomas que el que tratamos en Málaga', oye mi padre comentar entre sí a los médicos y un escalofrío le recorre el cuerpo. En Málaga acababa de morir dos meses antes Cabanellas, otro general enfrentado a Franco”, afirma Roberto Martínez Anido. “En las cartas de mi abuelo y otras posteriores de mi padre nunca se insinúa sin embargo que hubieran atentado contra él y su viuda achaca la enfermedad al calor y a la tensión por las rencillas con Serrano Súñer”, puntualiza.
El hijo del general, Ramiro, que era alférez en la guerra cuando salvó en noviembre de 1937 al padre de Suárez del fusilamiento, mantenía con Hipólito Suárez -al que llama Polo en sus anotaciones- una amistad que se remontaba a años atrás en A Coruña, donde se conocieron. Al saber en Valladolid por la mujer de Hipólito Suárez que su amigo, en muy mal estado de salud, afrontaba una denuncia fatal por su vinculación al ministro republicano Sánchez Albornoz, no duda en acudir para salvarlo. “Le pido el coche a papá y me deja el Ford blindado -escribe en los diarios-. Me quedo helado al verlo, pobre muchacho. Su madre llegó de Coruña hace unos días. Está enfermo, más que nada porque lo persiguen con motivo de una denuncia por izquierdista hecha en el pueblo de su mujer (Cebreros). Tiene cuatro chiquillos y otro en camino. Juanito (un primo de Ramiro Martínez Anido) sale para ver al teniente que tiene la denuncia. Yo voy al poco y la leo y si no le conociese se le tendría por un sujeto peligrosísimo. Respondo por él, aduciendo también la condición en que se halla. Al volver a casa de Polo, y al saber éste que puede estar tranquilo, renace y casi se sienta en la cama. La madre llora agradecida?”
“Mi padre nunca me contó nada de esto -afirma Roberto Martínez Anido, nieto del general-, aunque le unía una gran amistad con Hipólito Suárez que duraría hasta su muerte, que yo conocía. Solo lo sabía uno de mis hermanos y creo que fue el propio Hipólito quien se lo dijo. Yo asistí con mi padre al entierro de Hipólito en el cementerio coruñés de San Amaro en 1980. De hecho, ambos están enterrados a pocos metros. Esta historia de amistad que trasciende los horrores de la guerra la conocí más tarde, al habérselo relatado el propio Adolfo Suárez a uno de mis hermanos cuando ya habían muerto los dos protagonistas. Desgraciadamente, esa no fue la norma de conducta en la guerra”.
El nieto del general, funcionario jubilado del Ayuntamiento de A Coruña, y sus hermanos entregaron a Adolfo Suárez, poco antes de que contrajera la enfermedad de Alzheimer, una copia del texto en el que su padre cuenta en sus diarios cómo salvó a Hipólito Suárez. “Con el documento, le dimos también fotos que mi padre guardaba de Ávila en los años de la guerra. En ellas, en medio de una gran nevada, se puede ver a un niño que posteriormente llegaría a ser presidente de España”.
No tuvo el mismo final feliz otro episodio que causó un hondo pesar al general Martínez Anido: el infame paseo en Vigo al comienzo de la Guerra Civil del empresario republicano Segundo Echegaray, hijo del dueño de la isla de Toralla, Martín Echegaray. Éste había escondido durante unos meses en su paradisíaco refugio al general coruñés en 1922, pese a las diferencias ideológicas, cuando un comando terrorista lo buscaba para matarlo por su expeditiva actuación como gobernador en la Barcelona sacudida por los violentos atentados anarquistas. Roberto Martínez guarda un artículo de Gerardo González Martín publicado en 1998 en Faro de Vigo que aporta datos sobre este hecho. Los familiares del paseado, que temían también por su vida, acudieron a Martínez Anido, que se lamentó de que no lo avisaran antes, para evitar la tragedia y les garantizó seguridad. Pero cuando informaron al gobernador de Pontevedra de las garantías ofrecidas por el militar, les respondió que “no los salvaba ni don Severiano ni San Severiano”. Martínez Anido estalló en cólera cuando se enteró; poco después el gobernador de Pontevedra sería destituido y los familiares de Echegaray lograron marcharse. El general sí logró salvar la vida al insigne médico vigués Ramón de Castro -cuyo hijo sería presidente del Celta-, un pionero investigador formado en las mejores clínicas europeas y americanas que fue clave en la lucha contra la tuberculosis, la gran plaga en la España de la época, que Cela retrata en su novela Pabellón de reposo (1943). De Castro estaba encarcelado y afrontaba una amenaza de fusilamiento por masón. “En las memorias de la viuda de mi abuelo, se cuenta que Martínez Anido dice a la persona que intercedió por este médico que la única manera que tenía de garantizar su vida era reclamar que Ramón de Castro fuera a trabajar con él. Y así lo hizo. Con el tiempo, fue secretario del Patronato Nacional Antituberculoso”, cuenta Roberto Martínez Anido.
Roberto Martínez Anido recuerda que el historiador Javier Tusell afirma en su libro Franco en la guerra civil. Una biografía política que su abuelo “debió de vivir la experiencia ministerial franquista como una agonía”. La aversión de Martínez Anido por Franco era compartida por otros generales como el fallecido Miguel Cabanellas o Queipo de Llano. “El entonces ministro de Educación Nacional Pedro Sáinz Rodríguez revela en su libro Testimonios y recuerdos que Queipo le enseñó una noche un fragmento de sus memorias en las que se ensañaba con Franco, al que llamaba 'Paca la Culona', y en las que resaltaba la cruel complacencia con que asistía a las penas de apaleamiento de soldados moros en África. Sáinz Rodríguez dice que ese libro se perdió porque el Ministerio de Defensa, por orden de Franco, procuró sistemáticamente apoderarse de los papeles de determinados personajes militares. Otro tanto ocurrió con documentos de los generales Mola, Cabanellas y Tella”, señala Roberto Martínez Anido.
Roberto Martínez Anido, que no descarta la idea de escribir una biografía sobre la controvertida figura de su abuelo, encontró un testimonio del dirigente republicano Alcalá Zamora, que pese a tachar al general Severiano Martínez Anido como un represor por su etapa como gobernador en Barcelona en los años veinte, señala que los desmanes en la Guerra Civil llegaron a ser tales que hasta un hombre tan duro como Anido “ha sido freno de excesos y garantía de muchas vidas durante la Guerra Civil”. No es el único que reconoce que Martínez Anido es quien atenúa desde el primer Gobierno de Franco los paseos y los muertos en las cunetas tras la explosión de violencia del 36. Guillermo Cabanellas, hijo de otro general odiado por Franco, escribe desde Argentina en 1973 y se extraña igualmente de que el general coruñés, con leyenda de implacable, “fuera en la hora trágica de la guerra, el hombre más humano y sensible de cuantos integraron aquel primer Gobierno de Franco”.
El nieto de Anido lleva más de treinta años tratando de recomponer ese incompleto rompecabezas sobre su influyente abuelo. Su primer incómodo contacto con el peso de esa herencia histórica se remonta sin embargo a cuando era un niño de 12 años y un adulto lo interpeló en el patio del colegio de los Maristas de A Coruña. “¿Eres nieto de Martínez Anido?, me preguntó. ¿Sabías que tu abuelo hacía que los detenidos lo afeitasen antes de degollarlos por su propia mano?, añadió. Aquella imagen de monstruo de mi abuelo fue un shock. No dije nada en casa, se me quedó interiorizado. Lo que me motiva ahora a airear estos datos, que se pueden consultar en el Archivo de Salamanca, no es solo este episodio infantil. El juez Garzón abrió en los últimos años un proceso por crímenes de guerra en la Guerra Civil en el que, entre otros, figura mi abuelo. El caso fue archivado, como es lógico, por haber fallecido todos los imputados. Esto no evita que , además de la leyenda negra que pesa sobre la actuación pública de mi abuelo, se le añada ahora la que le atribuye este magistrado como criminal de guerra, ya que la reseña del auto de Garzón sigue en internet. Creo que, como se comprueba en los papeles que aporto, mi abuelo estaba muy lejos de ser un criminal de guerra”, se desahoga Roberto.
El teniente general Juan Cano Hevia publicó en los 90 en el diario El Mundo un artículo titulado De la dignidad política, al hilo de las corruptelas financieras del GAL a cargo de un Gobierno desbordado por la violencia de ETA, en el que establecía un paralelismo histórico con la situación vivida por Martínez Anido en la explosiva Barcelona de los años 20, sacudida por cruentos atentados a diario. Cano recordaba que Martínez Anido le había confesado en 1938 a su padre, siendo ya ministro de Franco y poco antes de su sospechosa muerte, su malestar por la corrupción que empezaba a florecer en el entorno del caudillo. “Quizá me haya equivocado en mi vida, pero nunca en provecho propio. Me tranquiliza moralmente que después de ser ministro dos veces y de ocupar otros puestos de los que muchos sacan partido, si me muero no dejo otros bienes a mi mujer que la modesta pensión de viudedad de un militar”, dijo entonces Anido al padre de Cano. “Mi abuelo era un hombre obsesionado por la honorabilidad, no toleraba que se dijera que había robado. Tuvo una sonada disputa con Unamuno por eso, en la que el pensador le dio finalmente la razón. Se llegó a decir que tenía un patrimonio millonario, pero lo cierto es que ni siquiera colocó a los hijos. En nuestra casa no se hablaba de política y se nos educó bajo los principios de la honradez, la tolerancia y el respeto a todas las opiniones. No recuerdo que mi padre hablara mal del franquismo, aunque sí tuvo un disgusto cuando Franco trató despectivamente la actuación de mi abuelo con motivo de un aniversario, creo que en el 63, de la fundación de la Organización Nacional de Ciegos, la ONCE, creada precisamente por mi abuelo. Esto motivó que los hijos de Severiano dirigieran una carta de queja a Franco”, afirma Roberto.
Las revelaciones sobre el ignorado enfrentamiento con Franco del general coruñés, a quien Hipólito Suárez guardó gratitud de por vida, arroja a la vez luz sobre la enigmática personalidad de Adolfo Suárez, el cuadro político que medró en el Régimen de Franco para dinamitarlo desde dentro. El padre de la Transición tenía un inesperado anclaje sentimental con un antifranquismo primigenio.
Severiano Martínez Anido era el militar al que el cerebro del golpe del 36, Mola, quería situar al frente de la sublevación, antes que a un Franco con el que no acababa de comulgar. El nieto del general tiene en su archivo una copia de un extraordinario documento, una carta manuscrita del embajador en Francia José Quiñones de León, que lo demuestra. “M. (Mola) desea que me ponga en contacto en seguida contigo para comunicarte que piensa formar un gobierno o directorio militar dentro de muy pocos días, no puedo decir cuándo, y que desea que tú lo presidas”, dice el mensaje. Anido contesta el 24 de julio declinando el ofrecimiento por verse mayor y por considerar que la “injusta leyenda negra” alimentada durante su etapa de gobernador en Barcelona, sin que “ningún amigo” lo defendiese, perjudicaría al levantamiento militar de presidirlo él, aunque acepta colaborar, como así hace en agosto, al incorporarse a tares de gobierno que acabarán por enfrentarlo a Franco.
De no haber muerto en esas extrañas circunstancias en 1938, el coruñés Martínez Anido pudo haber cambiado la historia contemporánea de España y haberse convertido en un contrapunto a la interminable dictadura de Franco. Era el más firme puntal monárquico en el primer Gobierno de los militares sublevados contra la República lo que le inclinaba a una restauración de la Corona. A su muerte, un periódico franquista lo despidió como un hombre tan piadoso que sus últimas palabras fueron que había visto a Dios. Su viuda aclararía años después este episodio en unas memorias en las que desvelaba que su última frase en el lecho de muerte fueron: “No veo, adiós”.
El general coruñés dejó muestras además durante su etapa como vicepresidente en la dictadura de Primo de Rivera y por su rechazo en la Guerra Civil a la represión indiscriminada de un talante capaz de llegar a entendimientos para restaurar la democracia desde el régimen militar triunfante. Desafortunadamente, su muerte truncó esa posibilidad, que Adolfo Suárez, el hijo del republicano salvado por la familia Anido, retomaría con éxito décadas más tarde en un asombroso bucle del destino.
1976: Consejo de Ministros en Coruña
A Coruña acogió uno de los gestos más audaces del Rey
Don Juan Carlos presidió en 1976 en María Pita el consejo de ministros que amnistió a los presos políticos de Franco, la medida más difícil con la posterior legalización del PCE para dar credibilidad a la Transición
1976 fue un año vertiginoso en el que se sentaron a uña de caballo los cimientos para la transición democrática en España. Una de las medidas entonces más polémicas pero que resultaría finalmente decisiva para la consolidación democrática fue el nombramiento de Adolfo Suárez, un político aperturista reciclado del propio Régimen, como presidente del Gobierno el 3 de julio de ese año. Apenas 27 días después, Adolfo Suárez celebraba su primer Consejo de Ministros, presidido por el Rey, en el salón dorado del palacio municipal de María Pita. No fue una reunión ministerial cualquiera. La vetusta sede del Ayuntamiento coruñés acogió una decisión histórica, la aprobación de la amnistía que sacaba a la calle a los centenares de presos políticos del franquismo que permanecían en las cárceles españolas, que haría ganar credibilidad al proceso democratizador iniciado en España.
El decreto rubricado el 30 de julio de 1976 en el salón dorado del Ayuntamiento coruñés dejaba en libertad a los últimos quinientos presos políticos y desbloqueó el proceso democrático, al convencer a buena parte de los líderes opositores de que la reforma del franquismo desde dentro iba en serio.
Nunca hubo una explicación clara de por qué se eligió A Coruña para una decisión gubernamental de tanto calado. Quizás pesara la inercia histórica de que A Coruña fuese durante décadas la capital política veraniega por las vacaciones de Franco en Meirás, que atraía cada agosto a un desfile de ministros y altos cargos. José Manuel Liaño Flores, entonces alcalde de la ciudad coruñesa, ha comentado que la razón pudo ser sencillamente que “el Rey se encontraba esos días de recorrido por Galicia”. Don Juan Carlos inauguró por aquellas fechas la avenida del Ejército y la Escuela de Arquitectura en A Coruña en olor de multitud.
De ese decreto histórico queda una placa conmemorativa en el palacio municipal de María Pita, así como la firma de Suárez y todos sus ministros en el libro de oro del Ayuntamiento coruñés. Entre los ministros asistentes al consejo figuraban nombres que capitalizarían en 1977 el posterior éxito electoral de UCD, como Rodolfo Martín Villa, Leopoldo Calvo Sotelo, Fernando Abril Martorell o Marcelino Oreja.
El entonces ministro de Justicia, Landelino Lavilla, declararía al término del consejo en María Pita que la amnistía aprobada estaba encaminada demostraba “una efectiva voluntad de concordia encaminada a lograr un sistema político estable para todos los españoles”.
La medida aprobada por el Rey en A Coruña tuvo un enorme eco favorable internacional, aunque provocó también reacciones adversas en sectores políticos afines al Régimen anterior y en ámbitos militares. Fue sin duda una de las medidas más audaces y delicadas de la transición democrática, junto con la legalización del Partido Comunista. Este cónclave ministerial celebrado en el verano de 1976 en A Coruña sería por otra parte el comienzo de una estrecha y fructífera relación entre dos hombres que protagonizarían en esos años iniciáticos y difíciles el arduo viaje de la dictadura a la democracia en España. Esa química comenzaría a desvanecerse en los años 80, para acabar en un agrio distanciamiento. Curiosamente, la muerte de Suárez y la abdicación del Rey, la pareja que trajo la democracia, se ha producido en el mismo año.
Frustrado aperturismo de Arias Navarro en 1974
Democracia con epicentro coruñés
Parte del frustrado discurso aperturista de Arias Navarro en 1974 fue escrito por el oftalmólogo coruñés Sánchez Salorio, a petición de su cuñado Romay Beccaría
La noche del 9 de febrero de 1974 la actividad en las principales embajadas en Madrid era febril. Las reuniones se sucedían en las sedes diplomáticas norteamericana, alemana y soviética ante los rumores que apuntaban a que Arias Navarro —presidente del último Gobierno nombrado por un Franco muy enfermo tras el asesinato de Carrero Blanco por ETA— iba a pronunciar ante las cámaras de televisión un discurso en el que apostaría por una apertura democrática desde el propio régimen.
Esa misma noche, el sonido del teléfono sobresaltó a un prestigioso oftalmólogo coruñés. Al otro lado de la línea, un interlocutor de Presidencia trasladó una insólita petición a Manuel Sánchez Salorio —cuñado de José Manuel Romay Beccaría, entonces subsecretario de Gobernación—: sólo tenía esa noche para redactar en primera persona una de las partes más conflictivas del discurso de Arias Navarro, la referida a una universidad en pie de guerra.
“Muy apurados tenían que estar —rememora Salorio con ironía—, pero acepté porque la experiencia me pareció excitante. Pasé la noche en vela, escribiendo y corrigiendo. Para meterme en la piel de Arias en el momento de dirigirse a unas Cortes expectantes y calibrar el efecto dramático, le soltaba de viva voz los párrafos que escribía a las estanterías de libros, que hacían el papel de procuradores”.
Coruña, epicentro de la transición democrática
Los primeros intentos aperturistas, la amnistía que sacó a la oposición de la cárcel, la jefatura policial del estado desde la muerte de franco a las primeras elecciones o el freno al 23-f tienen huella coruñesa
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Organización municipal de España durante el régimen franquista
Tras el fin de la Guerra Civil y la instauración de la dictadura franquista, el régimen fue, poco a poco, institucionalizándose. En el campo de la administración local, la Ley de Bases de Régimen Local de 1945 dispuso que los concejales debían ser designados por terceras partes del siguiente modo:
- Por elección entre los vecinos cabeza de familia, lo que pasó a denominarse el tercio familiar.
- Por elección de los organismos sindicales del municipio, lo que se llamó popularmente el tercio sindical.
- Por elección entre entidades económicas, culturales y profesionales del municipio, con una lista de candidatos que proponía el gobernador civil al ayuntamiento, y que se llamaba el tercio de entidades o corporativo.
Aunque hubo ciertas variaciones en el sistema de elección, se mantuvo esta configuración de los Ayuntamientos hasta que tras la Constitución de 1978 una nueva legislación electoral estableció la elección de los ayuntamientos por sufragio universal entre las candidaturas presentadas por los partidos políticos o agrupaciones de electores.
Aunque el régimen de designación de concejales del franquismo a través de esos tres tercios estaba pensado para controlar férreamente a los ayuntamientos, a partir de los años sesenta a través tanto del tercio familiar como del sindical llegaron a desempeñar el cargo personas no vinculadas al régimen e incluso de la oposición democrática al mismo, lo que fue un factor que ayudó a la transición. Hay que tener en cuenta que los sindicatos ilegales, principalmente Comisiones Obreras, optaron por infiltrarse en la organización sindical franquista, los llamados sindicatos verticales, para utilizarlos en contra el propio régimen. Por extensión, se denominaron también tercios sindicales y familiares a los procuradores de las Cortes Españolas que se elegían en representación de la organización sindical y las familias respectivamente, aunque en realidad no constituían la tercera parte de la cámara.
En España, un municipio está definido en la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local como «la entidad local básica de la organización territorial del estado». La misma ley indica que el municipio «tiene personalidad jurídica y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines» y que sus elementos son «el territorio, la población y la organización».1 La Constitución española recoge en su artículo 137:
El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses.
Funcionamiento actual